Una deliciosa fábula sobre la fraternidad, rebosante de simbología y guiños masónicos, terminaría convirtiéndose el testamento musical de Wolfgang Amadeus Mozart.
Sería la última de sus óperas que vería escenificada y cuyo estreno dirigiría.
La flauta mágica nació fruto de la desesperación: Mozart se había visto prácticamente marginado de la vida musical vienesa tras la coronación de Leopoldo II como emperador, lo cual había hecho estragos en su economía doméstica.
En una precariedad económica similar se encontraba su amigo y empresario teatral Emanuel Schikaneder, quien le propuso componer una ópera para su teatro y quien, además, se hizo cargo del libreto (y de dar voz al primer Papageno). El resultado de esta colaboración obtuvo un éxito inicialmente modesto, tal vez porque, a pesar de sus episodios de genial comicidad, los ideales humanistas que subyacen a la obra no encajaron bien con las expectativas de un público eminentemente popular.
Pero esos tímidos inicios darían rápidamente paso a una creciente consciencia de que La flauta mágica era simplemente sublime. Su profundidad y coherencia, su poderoso mensaje pacifista y su capacidad para incitarnos tanto a la acción como a la reflexión siguen hoy intactos.