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Con firma española (Siglo XIX)

Con firma española (Siglo XIX)
Con firma española (Siglo XIX)

Las historias del Real - Capítulo 13

La historia del Teatro Real contiene pasajes dignos del libreto de alguna de las grandes óperas que han sido representadas sobre su escenario. Con motivo de la celebración de su Bicentenario, rescatamos, a razón de un artículo por cada programa de mano, algunos de los momentos únicos –desde acontecimientos históricos hasta geniales curiosidades– que se han vivido en esta casa de la ópera.
 

Los empresarios del Teatro Real cargan con la mala fama de haber sido «enemigos» de la ópera española. Probablemente la acusación sea injusta y la responsabilidad corresponda en gran medida al público, que no compraba entradas cuando se programaba ópera española, a los cantantes, que ponían dificultades para aprenderse una obra nueva, y a la prensa, que, por lo general, era más benévola con los estrenos que venían de fuera.
 
Solo en el caso de José Arana, empresario del Real entre 1902 y 1907, tuvo la programación un sesgo estético determinado; el resto de empresarios lo que querían era ganar dinero: les daba igual Arrieta que Verdi, solo que con este último llenaban el teatro y con el primero no. Pese a todas estas dificultades, hubo un puñado de estrenos de óperas españolas en el Teatro Real que merecen ser recordadas. Excepto en el caso de Bretón y Chapí, y en menor medida en el de Arrieta, fueron títulos que pasaron sin pena ni gloria y ni siquiera las recuperaciones modernas han conseguido imponerlas en el repertorio.
 
El primero que aparece en escena es Emilio Arrieta. De una manera oficiosa, era el músico de la reina Isabel II, de manera que cabe la sospecha de que se tratara más de un acto cortesano que de la promoción del arte patrio. Escritas por un español, sí, pero se trataba de óperas italianas y ni siquiera eran nuevas: en 1854 se presenta Ildegonda y en 1855 Isabel, la Católica, las dos ya escuchadas por la reina y la corte en años precedentes. En cambio, en 1871, ya con la reina fuera de España, un renovado y antiborbónico Arrieta vuelve al Real por sus propios méritos: la exitosa zarzuela Marina, reconvertida en ópera, se canta en castellano sin ninguna dificultad. Y pocos años después Chapí estrenó La hija de Jefté cantada en español.
 
En 1874 y 1877 es el compositor Valentín Zubiaurre el que lleva al Real éxitos procedentes de otros teatros madrileños: Don Fernando, el Emplazado y Ledia (para esta última, 37 jóvenes vascos reforzaron el coro. Sin cobrar). Las funciones de gala organizadas por la Casa Real demostraron un criterio voluble. En 1878, con motivo de la boda entre Alfonso XII y María de las Mercedes, se estrenan fragmentos de Roger de Flor de Chapí, que no se escuchará completa hasta quince días después. En cambio, en 1883, parte de la prensa censura que para la visita oficial de los reyes de Portugal se eligiera el Mefistófele de Arrigo Boito.
 
A partir de los años ochenta del siglo XIX se sistematiza la forma de estrenar óperas españolas en el Teatro Real. Se convoca un concurso y el empresario tiene la obligación contractual de poner en escena la obra premiada. Eso decían las normas. Abrió el fuego en 1882 Emilio Serrano con Mitridates. Serrano siempre dijo que sus óperas se montaban con el mismo cuidado (con la misma falta de cuidado, probablemente) que las de autores consagrados.
 
En cambio, el siguiente estreno parece una caricatura de cómo no se deben hacer las cosas: El príncipe de Viana de Manuel Fernández Grajal lo dirigió el concertino porque no había director. El tenor estaba cantando tan mal que sobre la marcha se suprimió su romanza, los coros estaban desafinados, en el ensayo general nadie se sabía sus entradas y como el director de escena estaba indispuesto le tuvieron que sustituir los autores.
 
En 1885 se estrena Baldassarre de Gaspar Villate. Y en 1889, tras una larguísima polémica por la obligación de traducir el libreto al italiano, se estrena Gli amanti di Teruel. Alcanzó las siete representaciones, con un éxito tremendo, dirigida por el propio Bretón, que salió cuarenta veces a saludar junto a los cantantes. En sus memorias, Arbós recoge la polarización de los aficionados en este asunto: «Toda la juventud creyó su deber defender a Bretón, a quien veían postergado por los viejos. Su más fiel antagonista era el célebre crítico de música y toros Peña y Goñi, antagonismo compartido, según decían, por Arrieta y Barbieri. En el estreno, toda la falange turbulenta y juvenil del público se dirigía hacia un palco ocupado por estas dos últimas personalidades, con los puños en alto e insultándoles. Y al salir no se contentaron con eso, sino que fueron a dar “mueras” bajo un balcón de la casa de Arrieta, que vivía en la calle de San Quintín, capitaneados por Albéniz, y este hizo un uso tan liberal de sus facultades vocales que, entre los “vivas” de la representación y los “mueras” de la protesta, quedó afónico para quince días». No deja de extrañar que estrenar en castellano se le permitiera a Arrieta o Chapí, pero se le prohibiera de forma rotunda a Bretón.
 
El siglo termina con tres estrenos más de Emilio Serrano (Giovanna la Pazza, Irene de Otranto y Gonzalo de Córdova), uno de Antonio Santamaría (Raquel) y la presentación en Madrid de la ópera Garin de Bretón, ya estrenada en Barcelona. En el capítulo de las decepciones hay que anotar la de Felipe Pedrell: su ópera I Pirinei superó todos los requisitos del concurso, pero el empresario se negó a ponerla en escena. Tras varios años de negociación fallida, Pedrell escribió al ministro del ramo para que, por lo menos, le devolvieran la partitura y los materiales de orquesta.