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Gustavo Adolfo Bécquer, crítico musical

Gustavo Adolfo Bécquer, crítico musical
Gustavo Adolfo Bécquer, crítico musical

Las historias del Real - Capítulo 7

La historia del Teatro Real contiene pasajes dignos del libreto de alguna de las grandes óperas que han sido representadas sobre su escenario.

Con motivo de la celebración de su Bicentenario (1818-2018), rescatamos algunos de los momentos únicos -desde acontecimientos históricos hasta geniales curiosidades- que se han vivido en esta casa de la ópera.

El mejor representante de nuestros poetas románticos, Gustavo Adolfo Bécquer, fue también durante años crítico musical y teatral en las páginas de El contemporáneo en los años sesenta del siglo XIX. En su prosa periodística se deslizó de manera natural su vena lírica: «El Guadarrama se corona de nubes oscuras, el salón del Prado se cubre de hojas amarillas y el Teatro Real abre de par en par sus puertas. Estamos en pleno otoño».

Bécquer se deja incluso llevar por su imaginación y no tiene en cuenta en su crónica que Rossini nunca escribió una obertura para Il barbiere di Siviglia, sino que reaprovechó la de otra ópera que nada tiene que ver con Sevilla, Aureliano in Palmira: «La noche de la apertura del teatro, mientras la orquesta preludiaba la deliciosa obertura de El barbero, esa sinfonía especial y característica, que trae efectivamente a los oídos rumores suaves, como los que en las calles de Sevilla se escuchan a altas horas de la noche, murmullos de voces que hablan bajito en la reja, rasgueos lejanos de guitarras que poco a poco se van aproximando, hasta que, al fin, doblan la esquina, ecos de cantores que parecen a la vez tristes y alegres, ruidos de persianas que se descorren, de postigos que se abren, de pasos, de pasos que van y vienen, y suspiros del aire que lleva todas esas armonías envueltas en una ola de perfumes; nosotros, por no perder la antigua costumbre, paseamos una mirada a nuestro alrededor y recorrimos con la vista las largas hileras de cabezas de mujer, que como un festón de flores coronaban los antepechos de los palcos.

»Distraídos paseábamos aún la mirada de una en otra localidad, pasando revista a tantas y tan notables mujeres, cuando una salva de aplausos nos anunció que el telón se había descorrido y Mario se hallaba en escena. Mario, tan distinguido como siempre, con la misma pureza en la frase musical, el mismo gusto y la desembarazada y natural acción que lo caracterizan, haciéndolo, por así decir, un tenor aparte de todos los otros tenores, cantó el delicioso andante Ecco, ridente in cielo, recibiendo una nueva ovación del público al terminarlo. Entrar ahora a analizar las inapreciables condiciones de este artista, y a juzgarlo cuando ya le ha juzgado Europa entera, sería tan inoportuno como inútil. A los que le han oído, ¿qué podremos decirles para ponderar su mérito? Y a los que sólo por la fama tienen noticia de su nombre, ¿qué palabras habrá bastantes a darles una remota idea de lo que es?

»En el Teatro Real se viene ya de antiguo encargando el importantísimo papel de Fígaro a barítonos noveles o de pocas condiciones, y, sin duda, consecuente en esta idea Monsieur Bagier, ha presentado por vez primera al señor Guadagnini, con una parte que todavía no se halla en disposición de desempeñar ni medianamente. Algo de esto mismo puede decirse del bajo Antonucci. Ni el uno ni el otro son artistas de bastante talla para figurar en primera línea en el Teatro Real al lado de Mario y donde se guardan recuerdos de Ronconi y de Selva.

»Afortunadamente, para templar un tanto el disgusto que nos había producido oír la magnífica aria de salida de Fígaro cantada con tanta inexperiencia como pocos recursos, el conde de Almaviva templó su guitarra y colocándose al pie del balcón de Rosina, comenzó la serenata, con esa gracia, ese abandono, esa claridad en la frase y ese sentimiento especial que, identificando la nota musical con la palabra, dan su verdadero valor a la música, constituyen la perfección del arte, conmueven el ánimo, y arrancan ovaciones espontáneas y calurosas, como la que el público le hizo a Mario, al concluir su bellísima melodía».

Bécquer echa de menos alguna novedad en la programación del Teatro Real: «He tomado una taza de café, apéndice para mí indispensable de la comida; he encendido un cigarro y, reclinado en la butaca, espero que llegue el momento de dirigirme al Teatro Real, donde se canta esta noche no sé qué ópera, pues he llegado a creer oportuno no tomarme el trabajo de averiguarlo, en la seguridad de que siempre será alguna de las que ya sabemos todos de memoria».