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Directores musicales

Las historias del Real - Capítulo 23

La historia del Teatro Real contiene pasajes dignos del libreto de alguna de las grandes óperas que han sido representadas sobre su escenario. Con motivo de la celebración de su Bicentenario, rescatamos, a razón de un artículo por cada programa de mano, algunos de los momentos únicos –desde acontecimientos históricos hasta geniales curiosidades– que se han vivido en esta casa de la ópera.

El Teatro Real no tiene una historia especialmente gloriosa en lo que se refiere a directores musicales. Predominan las medianías. Las figuras indiscutibles que han pasado por su podio están relacionadas con actividades no operísticas; es decir, los conciertos y el ballet.
 
Bien es verdad que, en general, los teatros de ópera europeos en el siglo XIX no tuvieron grandes figuras de la batuta en sus nóminas. Sólo con el siglo XX la cosa empezó a cambiar.
 
Antes de inaugurar el teatro en 1850, el puesto de director musical era muy apetecible. Ramón Carnicer se postuló como titular, se le contrató y luego desapareció, no sabemos si dimitido o cesado. Las pruebas acústicas las dirigió Joaquín Espín, y por fin una gala solemne de apertura la dirigió el que sería titular toda la temporada: Michele Rachele. Nunca más se volvió a saber de él.
 
En la siguiente temporada hace su aparición un director polaco (al que muchos creían alemán) que en total estuvo contratado veinte temporadas en el Teatro Real: Juan Daniel Skoczdopole. En todo ese tiempo recibió críticas de lo más diverso. Gutiérrez Gamero dice: “Con una paciencia de martillo sobre el yunque –no en balde es alemán-, formó poco a poco un conjunto de músicos dignos de igualarse –y no perder en la comparación- con los mejores componentes de las orquestas europeas, sacando de ellos lo mucho bueno que en sí tenían”. Y, en cambio, Gustavo Adolfo Bécquer opina: “El señor Skoczdopole… ¡Es mucha batuta! El movimiento de aquel brazo tiene una exactitud mecánica igual a la que imprime una máquina de vapor. Se conoce que el señor Skoczdopole pone todo su esmero en el compás, mirando como cosa secundaria los demás accidentes. Así, puede decirse que para ese señor esos accidentes que vienen a constituir el claro oscuro musicla se encierran en dos: fuerte y flojo”.
 
Por supuesto, Skoczdopole alternó en el pdio con un gran número de directores, entre ellos un puñado de españoles: Mariano Pérez, Francisco Asenjo Barbieri, Manuel Pérez, Cristóbal Oudrid… Este último murió en 1877 a las veinticuatro horas del fallecimiento de Skoczdopole, con lo que el Real perdió de pronto a los dos directores.
 
En el último cuarto del siglo XIX se fue imponiendo la figura de otro español, Juan Goula, que fue titular durante nueve temporadas, también con división de opiniones. Espina y Capo recordaba el estreno de Lohengrin en Madrid y no dudaba en afirmar que Goula estaba “En su apogeo de gran director de orquesta”. Por su parte Peña y Goñi justifica el poco éxito del estreno de Manon Lescaut por “la grisura de la representación achacable a la dirección de Goula”. Algo parecido dice José Borrell sobre el estreno de Fidelio: “La versión de Goula fue plana, sin nervio, sin matices, sin vida”. Goula tuvo la desventaja de convivir al final de su carrera con una nueva generación de directores de mucho mayor nivel. En el foso se tuvo que medir con Luigi Mancinelli o incluso con Celofonte Campanini. Pero sobre todo en la actividad sinfónica, pues Madrid recibió en el paso del siglo XIX al XX a directores como Arthur Nikisch, Richard Strauss o Eduard Colonne.
 
En el primer cuarto del siglo XX actúan en el Teatro Real artistas que luego se convirtieron en míticos directores de orquesta (Tullio Serafin, Serge Koussevitzky, Ernest Ansermet o Igor Stravinsky), lo que nos da idea de lo bien posicionado que estaba el Real en ese momento. También vinieron y dejaron muy pobre impresión como directores dos compositores: Ruggero Leoncavallo y Pietro Mascagni. Nada que ver con lo bien que se defendía en el foso y en los conciertos nuestro Tomás Bretón, o, un poco más tarde, Ricardo Villa.
 
Y para cerrar, una anécdota entre el talento y la improvisación: el 5 de febrero de 1911 se estrenó en Madrid la ópera Tristán e Isolda de Wagner, dirigida por Luigi Marinuzzi. A los pocos días el director cayó enfermo y Arturo Saco del Valle, que asistía a los ensayos, le sustituyó. Como no conocía la partitura a fondo la dirigió con la parte de canto y piano. Tuvo un éxito fenonemal, especialmente en el paraíso.