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Sinopsis de 'Moisés y Aarón', de Arnold Schönberg

Sinopsis de 'Moisés y Aarón', de Arnold Schönberg
Sinopsis de 'Moisés y Aarón', de Arnold Schönberg

Ante un pueblo esclavo, carente de futuro y deseoso de encontrar el camino acertado, Moisés se presenta como el líder perfecto, el transmisor directo de Dios. Sin embargo, su incapacidad para versificar lo intangible ante una sociedad llena de mitos y necesidades materiales, revela la habilidad de su hermano Aarón para dirigir el destino de todos ellos sin más arma que su palabra. La impaciencia, la laxitud moral y la falta de fe serán los ingredientes que desencadenarán la pugna fratricida, y el detonante para asentar la ley divina.

ACTO I
Vocación de Moisés. En el transcurso de la primera escena, la voz divina, que se expresa a través de la zarza ardiente, exhorta a Moisés a ser su profeta ante el pueblo judío, el pueblo elegido que deberá superar mil pruebas antes de unirse a lo Eterno. Moisés evoca su edad y su deseo de consagrarse a la vida pastoral, así como su gran dificultad para comunicar y compartir sus ideas. La voz le replica que, habiendo sido testigo de las atrocidades cometidas por el faraón, Moisés no puede ir en contra de esta orden. La zarza ardiente declara entonces que, cuando se dirija al pueblo, su hermano Aarón será su propia boca, a través de la cual se exprese la «luz de la verdad». Para convencer al pueblo judío, su hermano tendrá la palabra y él, Moisés, poseerá el razonamiento. En el desierto, ambos persuaden al pueblo de abandonar la idolatría para consagrarse a un «dios único, eterno, omnipresente, invisible e irrepresentable».
 
Moisés se encuentra con Aarón en el desierto. En la segunda escena, el diálogo entre los dos hermanos no es realmente tal. Sus voces, el Sprechgesang de Moisés y el canto de Aarón, se solapan. En seguida aparecen los desacuerdos. Si Aarón está convencido por el proyecto político de una liberación de los judíos a través de la conversión a un dios único, Moisés –por la reivindicación absoluta de los principios inviolables según los cuales Dios es a la vez «invisible, inconmensurable, infinito, eterno, omnipresente y todopoderoso», y no se puede concebir más que a través de la «implacable ley del razonamiento»– impone una exigencia intelectual austera que parece inaccesible a su hermano.

Moisés y Aarón anuncian al pueblo el mensaje de Dios. En la tercera escena, el pueblo judío se presenta como un pueblo dividido. Antes de la llegada de Moisés y Aarón, el coro y varios solistas evocan el pasado de Moisés, la violencia del faraón, el miedo y la atracción hacia el nuevo dios, y los sacrificios de sangre que habrá que consagrarle. En la escena siguiente, la última y más larga del primer acto, el pueblo manifiesta su incredulidad ante las exigencias de Moisés, que su hermano trata de traducir y atenuar. «Mi idea es impotente en el verbo de Aarón», confiesa Moisés. Es entonces cuando Aarón, tras haber declarado que él es «el verbo y la acción», realiza los tres milagros que la zarza ardiente había anunciado a Moisés. En primer lugar, el cayado de Moisés se transforma en serpiente. El pueblo se queda impresionado pero un sacerdote declara que esto es insuficiente para que el faraón les conceda la libertad. Aarón transforma entonces la mano sana de su hermano en una mano leprosa, para seguidamente curarla mientras Moisés la posa sobre su corazón. Convencido por este nuevo prodigio del poder de este dios, el pueblo se dispone a adentrarse en el desierto antes de que el sacerdote condene esta decisión. Moisés afirma entonces al pueblo que en el desierto «la pureza del razonamiento les nutrirá, les hará subsistir, avanzar…». Aarón lleva a cabo el último milagro tras haber afirmado que la eternidad sabrá transformar el rigor del desierto a su favor; transforma un poco de agua del Nilo en sangre, y después de nuevo en agua, afirmando que es en esta agua del Nilo donde el faraón perecerá. El pueblo se convence de forma definitiva de la fuerza del dios de Moisés y Aarón, y de que le llevara a la Tierra Prometida tras liberarles de la esclavitud.

INTERLUDIO
El estado de ánimo del pueblo ya no es el mismo. La ausencia de Moisés tras cuarenta días atemoriza. Su dios, con él, parece haber desaparecido.

ACTO II
Aarón y los Setenta ancianos delante del monte de la Revelación. Los ancianos están inquietos por la desaparición de Moisés y el sacerdote pone de nuevo en duda su palabra. Las peores infracciones son cometidas por una parte del pueblo, y la anarquía amenaza. Aarón trata de tranquilizarles asegurando que Moisés está a punto de bajar de la montaña con la Ley Divina. En la segunda escena, se expresa de manera violenta todo el rencor de un pueblo que rechaza al dios de Moisés y de su hermano. Es entonces cuando Aarón trata de moderar la furia del pueblo declarando que su dios, tan severo, tal vez haya abandonado a Moisés, que tal vez le haya matado. La reacción del pueblo no se hace esperar: quiere asesinar a los ancianos y a los sacerdotes. Para gran alegría del pueblo, Aarón se ve obligado a devolverle a sus ídolos. El pueblo está exultante.

El Becerro de oro y el altar. Al principio de la tercera escena, Aarón forma el Becerro de oro con el oro que le da el pueblo. Él afirma: «en este símbolo, adoraos a vosotros mismos». Comienza una serie de secuencias a lo largo de las cuales, en una excitación desenfrenada, se suceden diversas danzas. La Danza de los sacrificadores presenta la cura milagrosa de una enferma, la ofrenda de harapos de los mendigos al Becerro, los últimos instantes de algunos ancianos que vienen a suicidarse al lado de su ídolo, y el asesinato de un joven que trata de oponerse a la depravación del nombre del dios de Moisés. A esto le sigue una Orgía de embriaguez y de danza. La brutalidad inunda al pueblo. En la Orgía de la destrucción y del suicidio, cuatro vírgenes desnudas son sacrificadas como ofrenda al Becerro de oro. La escena concluye con la Orgía erótica, en el transcurso de la cual una parte sustancial del pueblo se entrega a una orgía sexual enfebrecida. El pueblo entusiasmado elogia la fuerza del oro, del placer, de la furia y de la dominación.  
Al principio de la breve cuarta escena, Moisés aparece y destruye con la palabra al Becerro de oro. El pueblo, aterrorizado, huye.

Moisés y Aarón. La quinta y última escena del segundo acto es la de la disputa entre los dos hermanos. Aarón trata de justificar sus actos. Tras afirmar que «la eternidad de Dios destruye el presente de los dioses», Moisés presenta las Tablas de la Ley a Aarón. A ello sigue una fuerte oposición de puntos de vista entre Moisés y Aarón. El primero defiende con severidad su visión de Dios. Solo la idea, «su» idea, afirma, debe imponerse como fin que deben perseguir. Aarón se defiende condenando lo que le parece inaccesible al pueblo, pueblo que ama y que quiere guiar porque es su misión. Afirma que las Tablas de la Ley con las que Moisés ha bajado de la montaña son también, como las representaciones idolatradas que condena, una representación, una imagen de la idea. Moisés, desesperado, las destruye y declara que quiere que Dios le libere de su tarea. Al fondo, el pueblo reaparece, feliz, siguiendo una columna de fuego. Está resuelto a volver al dios único porque tiene la certidumbre de que le guiará a la Tierra Prometida. Moisés afirma que, al igual que la columna de nube guía al pueblo durante el día, esta columna de fuego no es más que un nuevo ídolo. Aarón le replica que son señales de Dios, a semejanza de la zarza ardiente. Moisés está desesperado, se derrumba declarando, impotente, «¡Oh palabra, tú, palabra que me falta!».