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Inventar un teatro y, que además, funcione

Las historias del Real - Capítulo 22

La historia del Teatro Real contiene pasajes dignos del libreto de alguna de las grandes óperas que han sido representadas sobre su escenario. Con motivo de la celebración de su Bicentenario, rescatamos, a razón de un artículo por cada programa de mano, algunos de los momentos únicos –desde acontecimientos históricos hasta geniales curiosidades– que se han vivido en esta casa de la ópera.

Veinte años después se diría que fue una enajenación colectiva de un grupo de personas –que nunca antes habían trabajado juntas- asumir el compromiso de organizar un teatro inexistente, y todavía más locura, inaugurarlo en el plazo de nueve meses. Ya iba justo de tiempo el primer equipo para reinaugurar el Teatro Real con sólo año y medio de plazo cuando unas elecciones generales dieron un vuelco político al país, y el nonato Teatro Real se encontró, contra todo pronóstico, descabezado.
 
Con la inauguración fijada para el 11 de octubre de 1997, se nombra al nuevo gerente (Juan Cambreleng) el 11 de febrero, que estrena cargo con la renuncia de Lorin Maazel a dirigir musicalmente la apertura del nuevo teatro. En dos meses, y salvando lo salvable del trabajo anterior, Cambreleng organiza una temporada y, en el mes de mayo, acaba de negociar los contratos de la orquesta titular (Orquesta Sinfónica de Madrid) y el director artístico y musical del Teatro (Luis Antonio García Navarro) con el que se acuerda la programación definitiva... ¡cinco meses antes de la inauguración! En junio se estaban retapizando las butacas y se procedía a ajustar la complejísima maquinaria del escenario, que hasta entonces nadie había tenido ocasión de probar. En septiembre se instalaba el telón y se compraba un piano de cola de segunda mano para poder ofrecer los recitales previstos un mes después.
 
Y el día 11 de octubre un resplandeciente Teatro Real abría sus puertas al público para una función de gala. Después de 72 años volvía a ser la casa de la ópera. No se ha reconocido suficientemente la valentía, la determinación y el éxito del equipo de profesionales que consiguieron abrir el teatro en la fecha fijada por otros. Se podrán discutir sus aciertos o errores, pero cumplieron con gallardía la tarea que se les había encomendado.
 
La primera noche sólo hubo música de Manuel de Falla: La vida breve, con María José Montiel, Jaime Aragall y Alicia Nafé, y El sombrero de tres picos, con Antonio Márquez y Aída Gómez. Luis Antonio García Navarro dirigía la Orquesta Nacional de España y el Orfeón Donostiarra. La prensa desplegó una enorme crónica social. Los críticos musicales administraron reproches y elogios. Un titular ofrece el mejor resumen de aquella jornada: “Poca ópera, mucho taconeo”. Una semana después, el Teatro Real convoca una nueva sesión histórica, su primer estreno absoluto: Divinas palabras de Antón García Abril, con texto de Valle-Inclán, en un montaje de José Carlos Plaza y con Inmaculada Egido y Plácido Domingo; Antoni Ros Marbá dirige la Orquesta Sinfónica de Madrid. El crítico José Luis García del Busto escribe: “La ópera podrá gustar más o menos, pero se han puesto en el empeño todos los recursos humanos, artísticos y hasta laborales posibles y, desde luego, hemos salido con la inaudita sensación de que difícilmente se puede hacer mejor”. Los grandes nombres españoles de la inauguración del Teatro Real en 1997 se completan con un recital de Teresa Berganza el día 29 de ese mismo mes de octubre.
 
Ese pórtico de entrada inicia los veinte años de historia reciente del Teatro Real. Es decir, que toda aquella alocada carrera contrarreloj del año 1997 no tenía un final donde recibir los laureles; se trataba de una meta volante para empezar una nueva carrera de fondo.
 
Al término de la primera temporada, aquel equipo de aluvión se mostraba satisfecho. Había sido un privilegio y una responsabilidad poner la primera piedra de puente que enlazaba el brillante pasado del Real con la ópera del siglo XXI. En su primera temporada el Real tuvo algún traspiés (era inevitable, y puede que incluso fuera deseable), pero ningún tropezón de importancia. Y eso a pesar de que a las dificultades propias de la puesta en marcha de u teatro se sumaron algunos otros escollos específicos: la extraordinaria premura de tiempo, la asunción de un proyecto artístico en marcha al que solo se pudieron introducir algunas correcciones y, sobre todo, no contar con toda la compresión deseable. Se le pidieron explicaciones de adulto cuando apenas empezaba a balbucear. Un proyecto cultural de esta magnitud no se lleva adelante sin la complicidad de todos.