La apacible estética de un Japón legendario contrasta con la crudeza de una historia sin esperanza.
El distrito rojo de Tokio será testigo mudo de la caída en desgracia de una muchacha secuestrada y retenida en un burdel por un admirador que, tras frustrarse ante su inocencia, acabará repudiándola sin haber podido antes poseerla. Por si no fuera suficiente, la joven se topará también con el desdén de un padre convencido de que ella ha elegido la prostitución libremente. La posibilidad de volver a su casa se desvanece y, con ello, sus ganas de vivir.
Las fantasías armónicas orientalistas de la partitura que propone Pietro Mascagni no endulzan en ningún momento el hecho de que nos encontremos ante una narrativa centrada en el espectáculo aceptado (y aplaudido) de lo que es, en esencia, el intento de violación a una niña. También resulta perturbadoramente familiar que sea ella quien tenga que soportar la culpabilidad por un delito no cometido.
Iris es una ópera tan incómoda para el público del estreno como para el actual.