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La autoconsagración de la ópera

Por Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real

Se suele considerar L’Orfeo de Claudio Monteverdi como la primera ópera de la historia. En 1600, Claudio Monteverdi asistió en Florencia a las nupcias de Maria de Medici y Enrico IV de Francia, y al estreno de Euridice de Jacopo Peri. El duque de Mantua, a cuyo servicio se encontraba Monteverdi, quedó fascinado por la obra y por las posibilidades de esta nueva forma de arte que acabaría convirtiéndose en lo que hemos acabado llamando «ópera». Cinco años más tarde, Monteverdi recibía el encargo de componer un melodramma sobre un libreto de Alessandro Striggio basado en el mismo mito de Orfeo —que ya había servido a Peri y también a Giulio Caccini— con un desenlace más acorde a la tradición humanista del Renacimiento: al final, Orfeo no es desmembrado por las Bacantes sino que un deus-ex-machina, Apolo, desciende del cielo para invitarlo a contemplar a su amada, para siempre, desde las estrellas.

La nueva favola in musica órfica de Monteverdi, que seguía el estilo musical de la escuela florentina, se estrena en febrero de 1607 en la Accademia degl’Invaghiti de Mantua. No tiene nada de extraño que el nacimiento de la ópera esté tan asociado al mito fundacional del poder de la música, encarnado en la leyenda que mejor lo expresa. Para los neoplatónicos florentinos, Orfeo era la encarnación misma de la intensidad arrolladora de la música, de la intermediación entre las fuerzas de la naturaleza y las celestiales, y de la sacralización de la ópera como una forma de arte que aspira a lo que Philippe Beaussant denomina «la realización efectiva de diez siglos de humanistas, poetas y filósofos, como si toda la Antigüedad griega hubiera despertado ante nosotros».

Se trataba, en ese momento de transición entre un Renacimiento envejecido, casi agotado, y un Barroco que emerge deslumbrante y audaz, de demostrar que la música podía trascender la función de contrapunto ornamental, que era lo acostumbrado, para asumir un nuevo papel: podía subrayar las emociones del texto, podía poner en valor el contenido del libreto inyectándole unas cotas de expresividad que las palabras, por sí solas, no podían ni soñar transmitir. Se trataba de inyectar al texto una información emotiva que lo hiciera todavía más complejo, más conmovedor, más elocuente. Esto es justamente lo que dice el personaje de la Música, en L’Orfeo, cuando declara que «ch’à i dolci accenti / sò far tranquillo ogni turbato core, / et hor di nobil ira, et hor d’amore / posso infiammar le più gelate menti» («Soy yo, la Música, quien con dulces acentos / sabe apaciguar los corazones alterados / y puede inflamar, de cólera o amor, / los espíritus más fríos»). Es decir, que el texto es más dramático, más intenso y más teatral con la música que sin ella: de hecho, incluso, el texto es más él mismo gracias a la música. Monteverdi es el primer compositor para quien la expresión de los sentimientos «che movono grandemente l’animo nostro»” —la pintura de las pasiones— se vuelve la prioridad absoluta de la obra de arte. Es el comienzo del nuevo stile rappresentativo, que abre las puertas a una nueva alianza entre texto y música.

Para la Camerata Florentina del conde Giovanni di Bardi «la alianza entre música y literatura —escribe Laia Falcón en su La ópera. Voz, emoción y personaje— había quedado exhausta, por culpa de las vertiginosas cotas de abigarramiento» a las que había llegado la composición polifónica. «Tanta era ya la superposición de voces, que la palabra cantada se había vuelto ininteligible. Como reacción, defendían el retorno al alivio de una voz aislada». Esta reivindicación de los ideales de claridad y de pureza, esta lucha contra el artificio vacuo, los encontraremos en todos los períodos de la historia de la ópera: Gluck lo asumirá en el siglo XVIII; Wagner lo impondrá en el siglo XIX; y Britten volverá sobre lo mismo en el siglo XX. En la época de Monteverdi se trataba de dar la bienvenida, nada menos, que al canto solista. En el Renacimiento había voces solistas, desde luego, pero como parte de un entramado polifónico. Ahora lo que se pretendía era trascender la composición contrapuntística, que daba una importancia similar a todas las voces, para permitir a la voz solista emanciparse del conjunto, aproximarse al texto, reclamar su preeminencia y, unas décadas más tarde, explotar incluso los límites del virtuosismo, de la técnica vocal, de la proyección del sonido, hasta llegar a convertir la tesitura, el control del fiato y la extensión de la voz en un espectáculo en sí mismo.

Así es como se va consolidando la ópera como esa nueva forma de arte a la vez fastuosa, profunda, vehemente, popular y refinada que, en 1645, John Evelyn definía no sin ironía como «una de las más suntuosas y caras diversiones que ha inventado el ingenio de los hombres». No hay mito que encarne mejor la esencia misma de la ópera que el de Orfeo, que esta temporada conquista la programación del Teatro Real a través de tres obras maestras de tres compositores tan diferentes como Claudio Monteverdi, Christoph Willibald Gluck y Philip Glass. Con ellos celebramos, nada menos, la autoconsagración de la ópera.