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La claque

Las historias del Real - Capítulo 18

La historia del Teatro Real contiene pasajes dignos del libreto de alguna de las grandes óperas que han sido representadas sobre su escenario.

Con motivo de la celebración de su Bicentenario (1818-2018), rescatamos algunos de los momentos únicos -desde acontecimientos históricos hasta geniales curiosidades- que se han vivido en esta casa de la ópera.

Los setenta y cinco años de la primera época del Real como coliseo operístico están jalonados de éxitos y de fracasos. Es la vida de un teatro. Pero muchas veces el éxito o el fracaso de un título o de un cantante no eran tan espontáneos como parece. Los aplausos o los abucheos mercenarios han existido siempre. Los conocemos por el término francés de claque, pero en Madrid han tenido multitud de nombres: mosqueteros, alabarderos, los que hacen el tifus...
 
Hoy tenemos la idea de que la claque era gente que entraba gratis al teatro y tenía la obligación de aplaudir. Pero en el siglo XIX sus cometidos eran mucho más imaginativos. Se los podía contratar para provocar un triunfo o un desastre, pero también para distraer en un momento preciso. En fin, para manipular al público.

Hay infinidad de testimonios. En 1892 Francos Rodríguez cuenta: “Al concluir el tercer acto de la ópera, después de la soberbia escena de Lohengrin y Elsa, hubo pugilato de pareceres entre los espectadores: unos de veras, con el billete adquirido mediante estipendio, mostraban su disgusto; en cambio los alabarderos profesionales y los honorarios héroes del vale, aplaudían con furia”.
 
En 1899, el cronista Ricardo Ruiz describe la claque: “Compuesta por estudiantes sin dinero, vagos con el mismo capital, aficionados y empleados de poco sueldo. Si su jefe es listo, explota las rivalidades de los artistas, de los cuales recibe gratificaciones, especialmente de las medianías y archiespecialmente de los debutantes. Se me ha dicho que el actual jefe es don Ramón Paraje y que tiene a sus órdenes un segundo jefe, noventa individuos de plantilla y los aspirantes que lo soliciten hasta cierto número. Los de plantilla contribuyen al mes con una peseta, los aspirantes con 0,75 pesetas, las cuales recauda el primer jefe con escrupulosidad y da una gratificación al segundo. Entran al teatro un poco antes que el público para escoger buenos asientos en el paraíso, y en el lugar donde se reúnen se les da una tarjeta especial para entrar, no pudiendo marcharse hasta el final de la función”.
 
Hay nombres ilustres que en algún momento de su vida formaron parte de la claque, como el compostiro Valentín Zubiaurre o el pintor Rafael de Penagos. Se los recuerda por estar siempre mostrando bronca en el paraíso del Real. Augusto Carelli escribe que su madre, Emma, consideraba pírricos sus triunfos en Madrid por lo mucho que tenía que pagar a la claque, y denuncia comportamientos mafiosos de los alborotadores del paraíso. Señala al empresario como beneficiario último de aquellas broncas.
 
Al principio del siglo XX el jefe de la claque era Antonio Gil, y tenía su centro de operaciones en una taberna cerca del Teatro Real. También se dedicaba a traducir al castellano, al parecer muy mal, las versiones italianas de los libretos de Wagner. Pero sus traducciones no llegaron a cantarse nunca; dice Víctor Espinós que en alemán estaban más claras.
 
Le sustituyó en los últimos años del Real un personaje al que todo el mundo conocía como Otello por su gran corpulencia, su faz negroide y cabello rizado. Sus ingresos eran dobles: vendía las entradas que la empresa le cedía gratis y lograba gratificaciones de los cantantes.
 
El cantante Isidoro Fagoaga le conoció personalmente: “Otello, así apodado por lo atezado de su piel. Hombre de gran corpulencia, empuñaba a toda hora un descomunal garrote, que dejaba caer por la escalerilla del paraíso apenas notaba de parte del divo o de la diva de turno una dificultad que salvar o algún desfallecimiento en la voz. Cuando el recurso del garrote se hubo gastado se colocó solo en la primera fila de anfiteatro y al llegar el momento crítico se levantó de súbito y señalando el palco real se puso a gritar con vivo entusiasmo “¡Viva el rey!”. La concurrencia, sorprendida gratamente, le hizo coro, pero al cerciorarse de que en el palco real no había nadie, increpó al chusco, pero éste había desaparecido. Como desapareció también, escamoteado, el pasaje difícil que con tanta expectación esperaba escuchar el auditorio”.